El 28
de febrero, “derivado del interés público”, la PGR decidió hacer público el
material audiovisual de la visita de Ricardo Anaya a las oficinas de la SEIDO
para presentar un escrito exigiendo que se le aclarara si está siendo
investigado por lavado de dinero. Nunca
la PGR había hecho públicas las grabaciones de su circuito cerrado. Este es el
botón de muestra más cínico de la campaña del gobierno federal contra Ricardo
Anaya. Tiene razón Diego Fernández de Cevallos: el gobierno “está haciendo un
uso faccioso de la PGR”; en otras palabras, el gobierno está utilizando el
aparto del Estado con fines políticos contra quien hasta no hace mucho era su
amigo. Hasta aquí, clarísimo. Pero ¿por qué?
Durante
30 años, el PRI y el PAN han compartido en amasiato el gobierno del país. A
partir de ésta lógica surgió una primera hipótesis que se ha ido cayendo a
pedazos en las últimas horas: que a Anaya lo querrían martirizar para consolidar
su imagen de opositor y de ahí, hacerlo parecer un competidor digno para el
opositor de veras. Falso. Ésta estrategia funciona si y solo si el mártir tiene
una base social, algo de lo que el queretano, aunque joven y carismático,
carece. ¿Quién tomará la plaza para defender la inocencia de su líder?
¿Quiénes, entre los amigos, la han defendido hasta ahora? La ilógica apunta a que ha habido una ruptura en
las élites en medio de la cual ha quedado atrapado el panista y cuyas pistas
pueden rastrearse en la convulsión de la relación bilateral México-Estados
Unidos. La maniobra genial de Enrique Peña Nieto y Luis Videgaray de acercarse
a Donald Trump vía Jared Kushner significó arrebatarle a Carlos Salinas de
Gortari el monopolio de la relación bilateral e, incidentalmente, el control de
la sucesión presidencial, bajándole a Claudia Ruiz Massieu de las quinielas.
Cui bono.
El beneficiado de la ruptura de arriba es, por supuesto, Andrés Manuel López
Obrador. El favorito avanza arbolando la bandera de la honestidad mientras sus
perseguidores se rezagan discutiendo quién es más corrupto. Entrados en etapa
de definiciones, fugado López Obrador, va haciéndose obligatorio tomar partido: con él o contra él. El “uso faccioso de la PGR” contra
Anaya, que no es una estratagema sino un intento real para destruirle, es
indicativo de que Peña Nieto, puesto en ese dilema preposicionario, habría
optado por el con. Peña Nieto, de quien
se pueden decir muchas cosas pero no que sea desleal, se sentiría, parece, más
cómodo entregando el poder a uno de su misma especie que al conocido traidor.
Contrario a la creencia popular, alimentada por declaraciones electoreras de
cajón, la relación entre el presidente y el líder de la oposición no ha sido
mala:
En
septiembre de 2016, apenas hubo abandonado Trump el territorio nacional,
sintiéndose el visitante estadista de veras y quedándose sus anfitriones rotos,
López Obrador llamó a “frenar la caída [de Peña Nieto]”. A partir de entonces,
advirtiendo el vacío de poder inminente, las declaraciones del tabasqueño han
sido más audaces. Dos, especialmente: la primera, la propuesta de una amnistía
anticipada, el compromiso de que no habrían represalias ni persecuciones de
oficio, de que no se procesaría legalmente a Peña Nieto y a los suyos porque “[en el proyecto de reconciliación nacional] no hay cabida para
la venganza”; y la segunda, la garantía de que no se
desmantelarían las reformas estructurales, legado peñista, que la educativa “no será derogada sino solo modificada en sus aristas más dañinas”
o que la energética quedará intacta porque, en palabras de su vicepresidente
virtual de facto, “las licitaciones están bien hechas”.
A éstas negociaciones aparentes habría que añadir la sospechosa rendición del
lopezobradorismo en el Estado de México, refugio del peñismo. Y otras
sospechas, pero esas, luego…
El
gobierno federal, encabezado por Enrique Peña Nieto, se ha propuesto aniquilar
a Ricardo Anaya y abrirle paso, parece, a Andrés Manuel López Obrador —otra
cosa sería que le saliera el tiro por la culata si no fuera capaz de sostener
legalmente sus acusaciones—.
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