El proceso electoral
en curso ha dejado clarísimo que los partidos políticos siguen siendo la vía
segura para acceder al poder a pesar de no ser una alternativa electoral
convincente para una parte importante de los votantes y de abrirse, en
consecuencia, una ventana de oportunidad a las candidaturas independientes. En
pleno auge del independentismo partidista no ha faltado quien, en la pasión, ha
creído que podríamos prescindir de los partidos políticos. La Historia
desmiente tan temeraria afirmación. Ni siquiera las democracias sin partidos,
como la mexicana cuando el gobierno liberal (1867-1876) o la ugandesa cuando el
Movimiento de Resistencia Nacional (1986-2005), se han ordenado de acuerdo con
los individualismos sino mediante una competencia faccionaria regulada que en
esencia es lo mismo. C‘est la même merde!
Respecto a nuestros
repentinos adalides de la democracia, al corte del 4 de diciembre, solo Jaime
Rodríguez Calderón, El Bronco, parece con chances de éxito (599,962 firmas, ~22
mil diarias la última semana. Los envidiosos dirán que el dueño de la tesorería
de Nuevo León las compró); Margarita Zavala (estigma) de Calderón sigue en su
estela (301,947). Cada uno, dicho sea de paso, haciéndole de tonto útil al
régimen: el neoleonés será indispensable para abrirle el paso al formidable
José Antonio Meade haciéndole el trabajo sucio de golpetear a Andrés Manuel
López Obrador a ver si despierta al violento y electoralmente espantoso
pejelagarto que duerme en él, la ex primera dama ya hizo su parte ayudando a
tronar a los azules para que el candidato del grupo fuera tricolor.
Al final del día,
el establishment permitirá la participación de uno o hasta dos
candidatos independientes, ¡o los que les convengan!, que se sumarían a los
tres de las grandes coaliciones, la del PRI, la del PAN-PRD y la de MORENA-PT.
La fragmentación del voto entre cuatro o hasta cinco opciones de probada talla
nacional implicaría que el próximo presidente sería elegido con el 25-33% de
los votos, lo que en números reales equivaldría a 13-17 millones de ciudadanos
sobre un universo de 90 millones (14-19% de respaldo popular efectivo). Esto
nos pondría en un escenario en el que se consumaría la ruptura del consenso, es
decir, uno en el que la autoridad del nuevo presidente no sería reconocida por
la mayoría de la sociedad y, peor, por la mayoría de la clase política. En
números, ningún presidente habría tenido nunca tan pobre respaldo popular: en
2006, Felipe Calderón obtuvo 15 millones de votos sobre 72 millones de
ciudadanos (21%); en 2012, Enrique Peña Nieto obtuvo 19 millones de votos sobre
80 millones de ciudadanos (24%).
Si el favorito López
Obrador fuera elegido presidente, el escenario sería doblemente complicado. En
su empecinamiento o necedad por alcanzar la presidencia, el tabasqueño parece
propenso a ceder otros espacios, gubernaturas, presidencias municipales,
senadurías, diputaciones. En MORENA, todos los proyectos personales están
supeditados al proyecto presidencial y, por lo tanto, son negociables. Si el
respaldo popular es mínimo y el Movimiento no acierta en generar una nueva clase
política para acompañarle en el ejercicio del poder, sería un presidente tan
débil como el rey de El Principito que ordenaba bostezos. Éste escenario
también sería inédito: en 2006 y 2012, el PRI y el PAN sumaron mayoría absoluta
en ambas cámaras garantizando, a jalones y tirones, la gobernabilidad del país.
En éste sentido,la insinuación del tabasqueño de
amnistiar a los líderes de los cárteles del narcotráfico —cosa que, por cierto, intentaron
sin éxito Calderón y Peña Nieto— empataría con su
necesidad de soportarse en los poderes fácticos del Estado si no pudiese en los
formales. Históricamente, los presidentes mexicanos se han legitimado mediante
purgas. Éste, al revés, querría legitimarse mediante reconciliaciones…
En la antigua Grecia
la ruptura del consenso llevó siempre a la stásis, a la crisis, y
ésta derivó, casi siempre, en violencia. A veces, el entuerto se resolvió
mediante la guerra civil; a veces, mediante la tiranía.
Ante el escenario de
un presidencialismo débil, cualquier alternativa, aunque ajustada, claro, a un
espacio-tiempo en el que ni la guerra ni la tiranía pueden ser absolutas, es
aceptable.
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