–Ay flaco ¿por qué te quiero tanto?– lo
dice como para sí mismo, acostado al lado de Damián, mientras el chico
encogiéndose de hombros le muestra con la expresión una duda ante la
pregunta.
–Ay flaco... – repite Benjamín abrazando
a Damián, apretándolo contra sí, queriendo hacerse uno con él.
–¿Y tú, me quieres?– Benjamín sigue
cuestionando como si no se sintiera querido, una pregunta de inseguridad y del
anhelo por asegurar un cariño que parece no existir, el mismo afán que le
ofrece al joven y que lo lleva a suspirar. Damián por su parte es frío y a
veces indiferente, algunas ocasiones se siente comprometido y otras obligado,
eso si, nunca experimenta ningún tipo de desprecio por Benjamín, lo quiere y
siempre que está lejos lo extraña, sin embargo, a su lado parece no
importarle o incluso incomodarle; la realidad es que Damián siempre ha sido
así para esas cosas de demostrar cariño.
De niño fue un chico consentido, nunca
sintió la necesidad de querer sino siempre de recibir afecto, esa quizás era
la principal razón por la que no era precisamente amoroso.
–Ay flaco, estamos locos – volvió a
decir Benjamín mientras Damián dándose vuelta sobre la cama, ofreciendo y
arrimando la espalda contra el cuerpo de Benjamín, le responde –Durmamos un
rato.
–Ay flaco ¿por qué te quiero tanto?– esa
insistente pregunta que siempre repite en voz alta, haciendo que Damián lo
escuche en un intento de demostrar su incondicionalidad, sobre todo, para ser
correspondido, o por lo menos para creer que lo es, esa frase que en realidad
Damián disfruta porque incrementa su soberbia, es un respiro de autoestima y
seguridad, es un halo de felicidad que llega por lo oídos y que se aloja en su
mente y en su corazón.
–Ay flaco ¿por qué te quiero tanto?–
dice una y otra vez sin cansancio, no encontrando justificación lógica a su
pregunta, como quien trata de entender la misma para descifrar un enigma, y de
repente, entre tantas repeticiones, en alguna ocasión, Damián voltea para de
frente responderle
–No lo sé, si no lo sabes tú, ¿qué te
hace pensar que yo lo sé?
Mirándolo, Benjamín vuelve a preguntar
–¿pero, tú me quieres verdad, aunque sea poquito?– y Damián soltando una
amplia sonrisa y retorciéndose entre las sábanas para darle de nuevo la
espalda, responde –Claro que te quiero.
Esa respuesta parece satisfacer a
Benjamín y ante ella lo abraza con fuerza, con ansia, con ánimo de fundirlo
contra su cuerpo, con ganas de retenerlo así por una eternidad.
Benjamín es un hombre maduro de
cincuenta y dos años que gusta de muchos placeres; un hombre de mundo que
puede darse gustos, es refinado y de buena familia, tiene unos admirables ojos
azules y un carácter noble; generalmente los placeres sexuales no le representan
un problema y si quiere un amante para una noche, lo consigue y hasta paga por
él sin ningún remordimiento ni prejuicio, tiene la vida y hasta la muerte
resueltas, sabe que está pronto a la tercera edad y que seguramente le quedan
pocos años de vida, por eso mismo, no se limita con los disfrutes, hace todo
lo necesario para satisfacerse y quizá Damián es también uno de esos lujos
que quiere darse.
Damián en cambio es de otro mundo, uno
de dificultades, limitaciones y frustraciones económicas, a sus diecinueve
años anhela estudiar en la universidad y mejorar su situación, pero siente
que nunca saldrá de su pobreza económica ni de su precaria vida y tal vez
Benjamin le representa acariciar lo que tanto quiere poseer, una vida de lujos
y ese bienestar que da el dinero.
Benjamín lo lleva a sus diversiones, a
museos, le enseña de arte, de mundo, le da acceso a restaurantes imposibles
para el joven, lo invita a reuniones con sus amistades, le muestra fotografías
de sus viajes, de la playa que Damián no conoce, de los monumentos y las
plazas que el chico sueña con caminar; pretende conocerlos, hacer Check-in y
tomarse una selfie; desea tener su propia computadora y su Iphone, anhela un
Ipad, un reloj, una cartera, ropa, accesorios... quiere con ansias recorrer el
mundo y devorarlo, sentir el placer de viajar, de conocer; busca la manera de
salir de su realidad y a menudo la única forma es leyendo o soñando.
Aunque Benjamín tiene la posibilidad y
la intención de ayudarlo económicamente, Damián es también orgulloso y no
le permite mucho más allá de lo estrictamente necesario, eso lo hace
encariñarse más con su doncel y aunque éste a veces quiere tomarle la
palabra y dejarse mantener, olvidarse de los días de no comer o de mal vestir,
se siente con la obligación y necesidad de salir adelante por sí mismo, de no
deberle nada a nadie, aunque sabe que ya le debe muchísimo a Benjamín.
–Ay, flaco ¿por qué te quiero tanto?
–Porque estás loco – responde el chico
con osadía. –Estamos locos... ¿qué rico, no?
–Sí...
Damián no es precisamente lo que se
conoce como un chichifo, es decir, una especie de prostituto que a cambio de
sexo es mantenido por su benefactor, más bien es el efebo que Benjamín quiere
adiestrar, con quien desea compartir todas las oportunidades que pueda y al que
adora, un muchacho de esbelta figura que parece más un David hecho a mano por
un diestro escultor o un San Sebastián pintado por el más excelso artista, un
hermoso chico en el que fulguran la juventud y la belleza, de ojos marrones
brillantes, labios carnosos aunque no muy gruesos, bien definidos, rasgos
mestizos y simetría casi perfecta, un rostro italiano en una piel morena y
mate, sonrisa amplia, coqueta, dentadura
perfecta, barbilla varonil y cuello largo, de espaldas anchas y cintura
apretada, con un abdomen bien definido, las nalgas perfectamente redondeadas,
aunque pequeñas, firmes, piernas largas, ligera pero suficientemente velludas,
impecables y sólidas, los pies como los de una escultura de algún dios
griego, brazos aunque delgados, vigorosos, y con manos grandes, fuertes; un
imperioso latino de cuerpo alto y bien torneado, digno de apreciar, de
acariciar, de poseer.
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