El 4 de marzo de 1987, aniversario del
PNR, el PRI realizó su XIII Asamblea. En su discurso de clausura, Jorge de la Vega
lanzó un dardo a la Corriente Democrática, “los caballos de Troya” que exigían
la democratización del proceso de selección del candidato presidencial:
—Quienes creen que la democracia exige restar facultades al presidente —dijo,
serio —ignoran que él es el instrumento de nuestra voluntad colectiva. Y no se
dijo más…
Decía Alejandro Rossi que la política
mexicana es “el teatro más rápido del mundo”. La sugerencia del cofundador de
Vuelta no aplica para el PRI. En los pasillos de Insurgentes norte el tiempo se
ha ralentizado. Han pasado 30 años y una decena de asambleas desde aquella de
la bronca y el debate sigue siendo el mismo, la definición de los límites de la
autoridad del presidente sobre las cosas del partido. Un ruido que Enrique Peña
Nieto no escucha. El presidente, autoproclamado “instrumento de la voluntad
colectiva del partido”, designará al candidato a sucederle en 2018. La fiesta
del peñismo, empero, será breve —brevísima, gracias a Emilio Lozoya—: el primer príísta del país podrá
imponer su presidencial falange, pero el débil tlatoani, sin mucho pan y sin
mucho palo para repartir, no podrá imponer su disciplina a unas bases que se
mueven hacia lo carmín.
En la desesperación por asegurar la
supervivencia de su grupo político, el PRI de Peña Nieto ha dejado pasar la
oportunidad de cambiar de veras, de evolucionar a su cuarta edad. Los tomadores
de decisiones del tricolor, cortoplacistas, electoreros, miran el dedo de su
gran elector y no la Luna que señalaron sus grandes estrategas. Ignoran a
Manuel Camacho Solís, quien visionó un partido moderno, adaptado a la
competencia y a la normativa democrática; uno que pudiera ser hegemónico
incluso compitiendo en igualdad de condiciones con las otras fuerzas y en el
marco de elecciones limpias y apegadas a derecho. Ignoran a Jesús Reyes
Heroles, quien patentó el axioma “Cambiar (el partido) para conservar (el
poder)”.
De la última reunión del priísmo surgió una reforma estatutaria
que aunque democrática en sí, obedece a propósitos demagógicos. La modificación del Artículo
181 de los estatutos del PRI no busca rejuvenecer al partido —¡ay, el nuevo PRI peñista en el que Lozoya brillaba
en primera fila! —ni hacerlo más incluyente
abriéndose a “candidatos simpatizantes externos” sino ampliar la cobertura del
dedazo más allá de los límites de la membrecía. La idea fue introducida por
José Ramón Martel, quien fuera coordinador de asesores de José Antonio Meade
durante su etapa en SEDESOL.
La reforma estatutaria, en efecto,
despeja el camino para la postulación de Meade, el más panista de los priístas
o el más priísta de los panistas, según en qué administración se le mire. El “simpatizante
externo” Meade sería el candidato consensuado entre PRI y PAN. Dicen sus
admiradores que el (casi) destapado es el facsímil mexicano de Emmanuel Macron,
lo cual no necesariamente sería un cumplido. El presidente francés llegó al
Elíseo arrastrando las quitas de un abstencionismo (25%) y una votación nula
(11%) de récord y defendiendo una reforma laboral más dura que la de su antecesor
y un programa económico neoliberal basado en los recortes presupuestales. O sea, más de lo mismo…
El propósito del PNR era el de hacer de
parlamento en el que se reglamentara el acceso y el reparto del poder entre las
fuerzas populares triunfadoras de la guerra civil. En 1987 se suspendió el debate
y aquello rompió bruscamente.
Al suspender nuevamente el debate sobre
su democratización, el PRI de Enrique Peña Nieto ignora su propia historia.
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