Émile Durkheim, en su Lés regles de la Méthode
Sociologique, Las reglas del método sociológico (1895), teorizaba
sobre el hecho social o
los modos de actuar, de sentir y de pensar externos al individuo que ejercen un
poder coercitivo sobre su conducta. De acuerdo con Durkheim, consciente o
inconscientemente, el individuo adopta los valores, la moral de la sociedad en
la que vive…
Lo anterior viene a colación por el comentario de Alberto Peralta a propósito del asesinato de
Roberto Corvera, rector de la Universidad Angelópolis, el 4 de agosto. El caso individual, el crimen
motivado por viejísimas rencillas laborales no puede substraerse del fenómeno
colectivo, la violencia como hecho social. Una violencia, dicho sea de paso, de la
que Puebla, otrora oasis en mitad de un desierto bermellón, no está exenta.
La violencia mexicana tiene sus raíces
más profundas en el hambre; se incuba entre la pobreza, la marginación, la
falta de oportunidades. En los arrabales del país es frecuente que el Hombre
regrese a su estado salvaje. Ahí impera la ley del más fuerte. A golpe de
repetición, la violencia se ha vuelto hecho social, se ha normalizado. No ayuda a sosegarla
la apología que hacen de ella los medios de comunicación, en cuyos canales se
ensalza al crimen y a los criminales. Menos ayudan los estúpidos que la
justifican y la validan. El fin de semana pasado murió Marcelino Perelló en
cuyo epitafio se lee esa terrible apología suya al crimen contra la mujer: —Sin verga —dijo el finísimo
sujeto, desde su tribuna en Radio UNAM —no hay violación.
Dice Mike Vigil, exdirector de la DEA,
que la violencia mexicana “ha adquirido las proporciones
de un círculo del infierno de Dante”. Y sí: los números son comparables con los de Siria o Iraq. En lo que va de la administración peñista se han registrado cerca
de 100,000 homicidios dolosos. Rompiendo récords, pasamos de 2,186 en mayo a 2,234 en junio, la cifra más alta en 20 años. ¡Y éramos muchos y parió la
abuela! La implementación del nuevo sistema de Justicia Penal ha devuelto a la
calle a decenas de miles de alumnos graduados de esas universidades del crimen
que son nuestras prisiones. 10 mil de ellos, solo en la Ciudad de México, el centro neurálgico
del país.
El infierno de Dante, empero, se
quedaría corto frente al infierno nuestro. El infierno dantesco experimentaría
una violencia extrema pero, el menos, sería una ordenada cuyo propósito sería
imponer la voluntad de Dios sobre los pecadores. Luego, el contradictorio Dios
que permitiría la violencia podría, si quisiera, aplacarla o anularla. No
ocurre lo mismo con la violencia nuestra, que es igualmente extrema, pero
descontrolada. El Estado, “con sus instituciones débiles, con su Estado de
Derecho débil, con su justicia débil y con su corrupción enorme, especialmente
en las fuerzas de seguridad estatales y municipales”, es incapaz de imponerse.
¡Ay, la anarquía!…
Siempre de acuerdo con Émile Durkheim,
igual que el acto individual no puede sustraerse del fenómeno colectivo, la
violencia como hecho social, no puede exentarse al Estado de su
responsabilidad en la descomposición social.
El primer compromiso del Estado es
garantizar la seguridad de sus ciudadanos. Si no lo cumple, ¡decláresele
fallido!
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